la práctica

Aquella palabra que lo dió vuelta todo

María Elida Mercado (Paraná. Entre Ríos)

“Una fuerza precisa arrasa a mi lenguaje hacia el mal que puedo hacerme a mí mismo: el régimen motor de mi discurso es el piñón libre: el lenguaje actúa como bola de nieve, sin ningún pensamiento táctico de la realidad.”

Fragmentos de un discurso amoroso/Roland Barthes

 

Estamos en nuestra mesa de mediación “virtual”, preparadas para una reunión mediada por la tecnología, un martes de verano a la siesta, en el cálido litoral. El día anterior nos habíamos comunicado con cada uno de los invitados al encuentro que, propusimos concretar a través de la plataforma Meet.

El planteo era el siguiente: Nahuel invitaba a su vecino inquilino y al dueño, Emilio y Horacio respectivamente. Tema: un árbol en la medianera, en la propiedad de Horacio, que molesta, cae y rompe cimientos en el terreno de Nahuel.

Desde un primer momento, el muchacho que invita a esta mediación, de unos 35 años, aclara que él en un tiempo estará privado de su libertad por 3 años, cuenta las causales de dicha situación y que por ello “quiero dejar todo en orden para las personas que vivirán acá después”.

Comenzamos los turnos de habla y arrancamos: ya aproximadamente en 2010 Nahuel se había acercado a hablar con el inquilino de ese momento por el tema del árbol, ejemplar que al inicio no estaba sino que uno de los tantos ocupantes de la casa plantó. Al comienzo no era un problema, lo malo vino con el tiempo y la altura del árbol, que actualmente llega a los 16 metros. Distintos inquilinos hicieron caso omiso a los pedidos de Nahuel. Entre los inconvenientes menciona que el árbol se eleva a más de 3 metros de la medianera, en las tormentas desprende sus ramas, hay que podarlo constantemente, partió una casilla que se encuentra en el fondo del terreno de Nahuel, y todo esto ha generado gran inquietud en quien solicita esta mediación, sumado a las alimañas que aparecen de vez en cuando.

Cuando Horacio comienza su relato apenas llega a decir: “el árbol apareció solo, guacho nomás…” y ahí se acabó todo tipo de diálogo. No pudimos escuchar más nada con mi co-mediadora.

Horacio usó un término que resonó gravemente en Nahuel: “Sí, yo lo vi a este chico que andaba preguntando por mí y desde el tapial vi que asomaba la cabecita[1]…” Eso desató una ira impensada en Nahuel, quien manifestó que su papá había integrado la Triple A, y a continuación comenzó con improperios, gritos, amenazas, sacudía su cámara, trataba de “ubicar” a Emilio (su vecino inquilino) diciendo cosas como “yo con 35 años tengo tres propiedades y vos, un viejo pelotudo, todavía tenés que alquilar”.

Rápidamente emergieron prejuicios, términos equívocos y juegos de poder, sobre todo cuando Horacio manifestó que no lo ubicaba muy bien a Nahuel (vale aclarar que Horacio no vive allí hace más de 30 años, su casa está en constante alquiler). Nahuel se mostró molesto con esta situación, desde el inicio no fue reconocido como vecino ni como propietario y se sintió menospreciado con el término “cabecita”. En respuesta, apela a la violencia verbal y simbólica, lo que da lugar a enormes complicaciones en la comunicación, acentuadas por la mala señal, celulares con cámara de baja definición, movimientos que no dejan ver los rostros, intercambios ofensivos y en tono alto, ruido, ruido y más ruido… Corolario: me sentí en la obligación de dar fin a la videollamada, debí “colgar” el Meet en el medio de la discusión que ya llevaba un buen tiempo, iba in crescendo y donde nuestras intervenciones apaciguadoras no tenían ningún efecto y pasaban absolutamente desapercibidas. Huelga decir que me resultó sumamente violento tener que silenciar a los hablantes, y esto aún aloja en mí una sensación de insatisfacción muy grande.

Como toda mediación, una vez más pudimos comprobar que el tema principal JAMÁS es el “título del conflicto” que los trae a la mesa, así como también aparecen otros (por ejemplo en un momento surgió un problema subyacente referido a un desagüe…).

Varias cuestiones nos invitan a la reflexión. La primera es qué hubiese ocurrido si la mediación era “presencial” y nos encontrábamos los cinco en el mismo espacio físico en el Centro de Mediación: ¿se hubiesen dado igualmente estas formas tan violentas de comunicación? Como mediadoras: ¿pudimos haber frenado antes la escalada de violencia? ¿y si hubiéramos estado en la sala de mediación la violencia podría haber pasado a la acción? Como segunda instancia nos planteamos: Nahuel tenía todas las de ganar porque el vecino-dueño manifestó que podía podar y luego quitar el árbol, aunque no en este momento, pero sí más adelante. Se perdió la posibilidad de diálogo con el vecino, desaprovechando la instancia de mediación, volviéndola inviable. El tercer punto es en relación a las palabras y los sentidos enormes que estas encierran. Ninguna expresión es inocente por más que el locutor la haya planteado “sin querer”, es el caso de la palabra “cabecita”, que vino a traer a nuestra mesa virtual un sinfín de emociones, sentimientos, cuestiones del pasado y, por sobre todas las cosas, un enorme desentendimiento entre los participantes. Como cuarta y última reflexión nos queda la de no haber podido volver atrás, recuperar algunas proposiciones para poder seguir trabajándolas. Nos provoca cierta angustia, debemos confesar, no el hecho de no arribarse a un acuerdo, que sabemos es una circunstancia que puede darse o no, sino sobre todo la violencia vertida, las palabras dolorosas y las expresiones con diferentes connotaciones que no se pudieron sortear.

Finalmente, amén de la interpelación personal, y en la comprensión de que el conflicto “es de ellos” así como recordando que existen situaciones y personas “no mediables”, concluimos que  la experiencia nos ayuda a crecer, tanto como a reafirmar nuestra convicción en el valor del diálogo y el reconocimiento del otro en su diversidad. Nos invita también a pensar los infinitos mundos que encierran las palabras, los sentidos y las trayectorias de cada uno. Y cómo la construcción de confianza y el respeto son indispensables para generar puentes de unión y entendimiento a través de la escucha atenta, cuidadosa y desprejuiciada.



[1] Es una expresión tomada como despectiva, de naturaleza racista, usado como insulto de clase para referirse a los trabajadores, mal llamados “negros” o “laburantes”. Palabra también empleada para referirse a los peronistas o diferenciarlos de quienes estaban en contra del gobierno del General Perón.