la práctica

Lo que mal anda, mal acaba

Florencia Brandoni

Una pareja llega a una mediación por diferencias en relación a la cuota alimentaria que el padre aportaba para la manutención de sus dos hijos, una niña de 9 años y un varón de 16 años. En ese momento, hacía dos años que estaban separados.
En la primera exposición que realiza la Sra., dice: "El decide, me da lo que quiere, no da explicaciones, no me parece justo y a mí no me alcanza". Relata que inicialmente él le daba una cuota de $400, más tarde, él la redujo a $300 y finalmente a $250, cifra que desató el reclamo traído a la mediación.
El Sr. explica distintas cuestiones referidas a su actual situación económica: sus propios gastos, los que realiza con y para sus hijos, a quienes ve diariamente, una reciente rebaja de sueldo, un tío enfermo y su madre a cargo, etc.
A continuación ambos relatan una serie de desacuerdos referidos tanto a actividades extracurriculares de la hija y horarios de salida del hijo adolescente como a alquileres atrasados, a partir de lo cual les pregunto si suelen conversar entre ellos. Responden que no; ella dice que él discute y que quiere tener razón en todo, y él agrega: "ella dice que conmigo no se puede hablar, entonces toma decisiones sin consultarme, que influyen en mí, y además ella no entiende lo que uno le habla y quiere tener la razón".
La primera identificación del problema que hago es acerca de las dificultades que tienen para conversar y de la coincidencia de que ambos describen que cada uno de ellos toma decisiones que afectan al otro, sin consultarlo ni comunicarle las razones o circunstancias que lo llevaron a esa decisión, de modo que cada uno percibe que el otro actúa arbitrariamente. Confirman esta hipótesis relatando varias y distintas escenas que ejemplifican esta forma de vincularse, y agregan que esta modalidad data "desde siempre". Se casaron siendo adolescentes y estuvieron juntos durante 15 años.
¿Cómo imaginar hacer un acuerdo con una pareja que tiene una tan larga historia de imposiciones mutuas?
Luego de la primera identificación del conflicto, trabajamos sobre los ingresos y gastos de ellos y sus hijos. Cada uno de ellos hizo una propuesta aparentemente superadora de las pretensiones iniciales, que eran: $400 ella y $300 él. ¿Cómo trabajar esta diferencia?
Una manera elegida por mí, fue pedirles que fundamentaran sus propuestas, para luego trabajar con cada uno las razones que tenía el otro para realizar esa oferta determinada. Allí volví a encontrar que ambos tenían la misma idea: lo que motivaba al otro a proponer esa opción era un capricho, y ninguna otra cosa. Desde ese lugar, generar opciones sólo confirmaba lo ya conocido: el capricho, el deseo de sometimiento y la imposición hacia el otro. Esto acrecentaba el malestar, y no les permitía considerar realmente ninguna opción, por mejor que fuese económicamente hablando. Por el contrario alimentaba el mecanismo de interpretaciones y atribución de intenciones hostiles entre ellos. La vía de la legitimación había fracasado e idéntico resultado se obtuvo después de un rato de regateo.
Este caso me hizo recordar aquello de que el resultado de una mediación, muy especialmente en los casos de familia, siempre está en consonancia con la relación que las partes han tenido. El final refleja algo sustancial del vínculo o, lo que es lo mismo, siempre tiene una conexión lógica con la modalidad de esa configuración vincular.
Si esta reflexión es válida, nuestra labor como mediadores se ve bastante relativizada, tanto cuando se trata de un final feliz, oportunidad en la que creemos haber tenido un papel fundamental, como cuando no se arriba a acuerdos, ocasiones en las que pensamos que siempre pudimos haber hecho algo más.
Relativizar nuestras posibilidades de incidir en una dinámica familiar o vincular, no nos quita responsabilidad a la hora de trabajar, muy por el contrario tiende a ubicarnos en un lugar de respeto y mejor conocimiento de las limitaciones de nuestro quehacer frente a la problemática que se nos plantea.